“Calandria” de Richard Parra

“Calandria” es uno de los cuentos del libro Resina (2019) del escritor peruano Richard Parra

Richard Parra

El ángel ama, entiende y memora;

pues, de lo contrario,

sería menos semejante a Dios.

Ramón Llul

Primer sueño

Esta noche, Asdrúbal, te cuento mis tropiezos, mis yerros, mi vida ruin. No me avergüenza desahogarme con tan procaces imágenes.

Lo confieso: a veces se me retuerce la conciencia y me lleno de culpa.
Pero eso es bueno, ¿no? Seguro es testimonio de que alguna bondad queda en mi corazón. Cómo se ve, perro, que la pasta no ha terminado de joderme. Mírame: por lo menos, no estoy privado de imaginación, amor y delirio.

Tú me has visto, Asdrúbal. Ciertas noches, en el arenal, chillo de
melancolía por la ausencia de Calandria. Se me empapa la cara con moco. La guata me tiembla. Me quiebro y ni puedo chambear tranquilo en las funciones teatrales. Imagínate.

Durante la última presentación, los asistentes me lanzaron piedras,
basuras, fruta podrida. ¿Que qué pasó? Olvidé mis líneas y me quedé mudo con mi disfraz de Barrabás. Se me desarmó la muñeca de Calandria, el maniquí de Andrónico, el tuyo también, perro. Es que estaba tan denso, amigo, tan ido y endiablado. Y para terminar de cagarla: en lugar de apenarme, solté desbocadas carcajadas, peor que payaso de feria, que bufón. Se me desencajó la mandíbula. Me mordía la oreja como mico.

Esta noche de luna en el Valle Sharón, asomado a la poza, me contemplo en el agua quieta: chupos reventados, dientes flojos, sinuosas ojeras, claros de calvicie. ¡qué jodienda, ¿no?, perro!: estoy en decadencia, acabado por el vicio y el menjunje. ¿Dónde quedó mi lozanía? ¿Dónde mis ojitos de miel? ¿Dónde esa sonrisa de niño que me salía delante de Calandria?

Beso su retrato —uno que pinté con ocasión del montaje de su trágica vida— y, ante ella, pido misericordia por mis faltas tan resinas, tan de energúmeno. Tú lo sabes, perro: ¿cuántas noches la cagué drogado con ella? ¿Cuántas me despeñé como un ciego? ¿Cuánto daño infligí a quienes me amaban? Incluso a ti, Asdrúbal, perro mío. ¿Recuerdas que te quemé esa nariz con basuco? ¿Que te monté como un torcido animal? Y lo peor: ¿cuánto veneno vertí sobre la inocente Calandria? ¿Cuánta infamia sobre su memoria? ¿Cuánto sinsentido?

Y te lo explico mejor, perro: cuando estoy de boletazo, el cerebro se me queda sin oxígeno y los supayes diablos me poseen. Por eso deshonro, maltrato, humillo, ultrajo, la friego. ¡Soy una mierda! ¿No? ¡Un impresentable! Encima, se me nublan los recuerdos y apenas rememoro lo hecho: solo son chispazos, imágenes recortadas, espectros. Lo que persiste en mi mente es apenas un susurro. La memoria está casi muerta.

Pasada la resaca, cuando Calandria —la sombra desnuda que todo lo percibe— me cuenta en ensueños las cojudeces que cometí de huasca, me entra una aciaga culpa, la pensadera, y nada me consuela. Taponeo los quetes con palitos de fósforo, y me meto más basuco, perro, más pegamento, más del rico pasteluco.

—¿Y el Tayta Cristo, tramoyista? Ese ni cagando, Asdrúbal.

Ese no ayuda. Es falla ese huevas. Me hace ascos. Me suelta sus ventosidades, su desprecio. Es aliado del traidor Andrónico, sapo feo. Íncubo. Te cuento que me mortificaron en un templo por Cristo ungido en la invasión. Unos berracos de los extramuros del Valle Sharón —ahora asiduos de Andrónico— me calzaron sin pollo. ¡Vergas caneras, perro! ¡Vergas con gonorrea! Crespas pichulas con escamas, ojos y lengua. Una violación masiva, hermanito. Me dejaron andando como pato.

A ellos el Causa —el cachudo— los protege. Por eso le hacen favores.
Fumadas. Lo proveen con almas de nuevos drogos: niños, mujeres, vejetes desmuelados. Más cuerpos para escarnecer. Más almas que usurpar, sujetar y angustiar.

Ahora, frente al espejo roto de Calandria, en donde todavía chispea su
purificada imagen, la invoco. Le ruego que me salvaguarde de mis flaquezas, de mi otro yo, de ese hijo de la gramputa que habita dentro, de esa basura inhumana que todo lo devasta. Le pido que me devuelva los recuerdos de los siete años que me la he pasado ebrio y drogado, vagando como infeliz orate. Imploro, perro, que retorne mi memoria.

Míranos, Asdrúbal. Los dos aquí en el arenal como siameses. Tú, con
nuestra Calandria tatuada con púa y tinta china en el vientre, presentida como una sirena. Yo, con sus ropas puestas, sus alhajas, su sombrero, su escapulario. Perro, vayamos a poner agua bendita en un cántaro por ella. Prendamos velas en el contorno de la fosa donde la arrojaron. Recemos a dos voces: hermana Calandria, envíanos tu gracia. Loba Calandria, riéganos con tu leche sanadora. Esposa Calandria, procúranos tu boca. Castigadora Calandria, tennos compasión.

Segundo sueño

Anónimos fumones de basuco me lo relataron: después de que el río Sharón se rebalsara, el raso de la orilla quedó empapado como ciénaga. Si andabas por allí, perro, se te hundían las patas entre los sapos. ¡Uff! Hervían lombrices, moscos, el afiebrado dengue.

A esa estropeada tierra, llegó un peregrino quién sabe de dónde. Hueso,
pellejo, barba, arropado con mortaja, decían. Llevaba un colorido tejido que le cubría la mocha. Es que era un cabeza de rodilla el hombre y se avergonzaba. Yo lo vi, perro: el extraño aquel plantó una cruz de palo anudada con alambre en la cúspide de la loma Sharón. Dijo llamarse Rómulo Urraca, que descendía de un beato gachupín del siglo XVI, y que el tasajo negruzco que portaba era una venerable reliquia: un trozo de teta de la milagrosa Calandria, la primera.

Acto seguido, Urraca ensalivó la reliquia, la sepultó en la tierra para
fertilizarla y leyó de su cuaderno cosido: que la carne bendecida de Calandria penetre en esta región azotada, que se fermente en los corazones de los descarriados, en los cerebros destruidos, que su sangre reviva en el arenal.

Urraca se pasó siete años en el Valle Sharón enseñando la correcta
doctrina, convirtiendo, apaciguando almas, combatiendo cultos profanos, las charlatanerías de los Testigos de Jehová, de los seguidores de Ezequiel Ataucusi y los leninistas. Un tórrido verano —con ayuda de unos invasores recién llegados, a los que llama en sus escritos “Los esperanzados de sosiego”— construyó una ermita de adobe, tablones y calamina. Allí vivía él, en un cubículo. Dormía con sus libros, sus cuadernos y contigo, Asdrúbal. ¡Recuérdate!

El pastor Urraca se mantenía de las limosnas de los parroquianos, de
plátanos, yuca, maíz y agua de acequia. No consumía huevos. Ni abusaba de las cochinadas de los borrachos y drogos.

¡Pal carajo los insolentes que aún hoy chismean de que era fumón, crápula!
¡Canallas! ¡Orates! ¡Recua de adefesios malhablados!

¿Recuerdas, Asdrúbal, que su escueta, pero devota doctrina, basada en la abstinencia, arraigó en la aldea? No solo por sus exaltadas palabras, su truculenta oratoria, sino por las puestas en escena. Se me viene a la mente las escenificaciones del nacimiento de Rómulo y Remo, del Vía Crucis, de los milagros del apóstol Santiago en la guerra contra los infieles, de la transfiguración de Calandria. Pero, sobre todo, recuerdo una función de la pasión de Juana de Arco en que raparon a Calandria y le prendieron fuego en la pira.

En ese entonces, perro, yo descubrí mi madera de tramoyista. De ser vago, pájaro frutero, salteador de la Curva del Diablo, un resinoso cogotero, pasé — adiestrado por Urraca— a coser disfraces, pintar decorados, amaestrar perros, confeccionar antifaces, moldear máscaras. Luego tragué espadas, tijeras, carbones prendidos, sapos, entretenía con malabares y sortilegios. Incluso ayudé a Urraca —como escribano— a redactar crónicas, necrologías, comedias y tragedias que —poseso— me dictaba. Me hice histrión, perro. Representé al Crucificado, al judas ahorcado. A Pilatos, al grasoso Lázaro, a la tierna Magdalena. Hice de fariseo, hice de ti, Asdrúbal, del fementido Andrónico, del finado Urraca y de la mismísima Calandria.

Era como un trance convertirme en ella. Me dejaba habitar por su
desbocada ánima. Me colocaba la peluca de soguilla, las ubres de loba, las caderas de trapo, los vestidos de mamacha y flores en la cabeza. Me pintaba la cara. Entonces su boca hablaba por mi boca, su lengua se enredaba con mi lengua. Su cuerpo se estremecía dentro. Bailaba como babilónica las chichas de Papá Chacalón, perro. Tiritaba. Sangraba. Y te llevaba bajo mi regazo, Asdrúbal, como a wawa.

Muchos concuerdan. Con Urraca, la invasión se apaciguó. Desaparecieron los asaltantes y degolladores. Los avaros, ebrios y maldicientes. La vergonzosa molicie. Mandaron quemar las chicherías, los puteríos, arrojar a los comercializadores de pasta. Derramaron los porongos de menjunje de las tabernas. Quitaron la abyecta costumbre de comer corazón de ganado. Levantaron con adobe un refugio para los adictos, tísicos y leprosos. Un comedor para los huérfanos. Los habitantes cooperaban, imitaban a los primeros cristianos de Galilea.

¿Recuerdas, Asdrúbal, la calurosa Navidad en que nació Calandria?
Urraca atendió el parto. Él mismo escribe en sus deshojados cuadernos que la bebé no salió de la matriz de su madre —una india shipiba de trece años a la que prohibieron el ají y alimentaron por semanas con granadillas para que se pusiera más viscosa—, sino de un forado en su cuerpo y la tierra reseca. El padre, cuentan, era el mismo Urraca, quien —tras beber menjunjes con menstruación mediante engaños—, se amancebó con la seductora india. Así lo jodieron, Asdrúbal. Así lo tentaron.

Aquella Nochebuena, arrojaron la placenta de la shipiba Visitación
Cairuna al fogón para que no se la comieran las hormigas. Y, enseguida, con las cenizas del cuajo, Urraca se espolvoreó la cabeza, la boca y el arrugado prepucio. Acto seguido, argumentando que, como Calandria nació sin lunares ni máculas, predijo —mientras celebraba con chicha de jora— que la niña, debido a que lloró dentro del vientre de su madre antes de nacer, sería pitonisa, que hablaría con los animales, las hierbas, los muertos y las flores. Este augurio alteró a algunos como el traidor Andrónico y sus pelucones pastrulos que querían sacrificarla por sus deformidades, y sepultarla en una gruta del cerro Capacocha.

Los manuscritos de Urraca —que por fortuna salvé el día en que
Andrónico mandó incinerar su vivienda— señalan que Urraca conservó el cordón umbilical de Calandria en salmuera con timolina y cañazo. El pastor creía que ese cordón uniría las almas de los fieles de la invasión con la del Tayta Cristo en el cielo. En esos papeles rotos —medio requemados—, Urraca también confiesa que presenció cómo a Calandria le germinaron alitas de pichona del espinazo, que flotaba en la capilla revoloteando rapidito como colibrí. Que, así, duendecita, se encumbró hasta las nubes y que retornó cubierta en pétalos de amapola, sacudiendo su cascabel. Dice que, ya en ese entonces, hablándole al corazón, al corazón circunciso de Urraca, Calandria le advirtió de la proterva traición de Andrónico, de nuestra pusilánime cobardía, hermano Asdrúbal. De nuestra hipocresía.

Tercer sueño

El judas Andrónico llegó a la invasión hambriento una medianoche del sétimo mes. Entró al templo en harapos. Suplicante, se abalanzó a la olla común. Se embutió la merienda, los porotos hervidos, la caballa reseca, el choncholí de buche. Urraca, benefactor, le permitió trabajar reciclando botellas y dormir en el último aposento, junto a nuestra perrera, Asdrúbal.

Con los meses, Andrónico, de oídas, espiando desde la trastienda,
aprendió la enmarañada doctrina de Urraca. Primero la balbuceaba como cotorra. Luego, con su aceitosa voz, la entonaba, la susurraba, la revivía. Todavía en ese entonces podía decirse que era bienhechor Andrónico, pero, por tanta pasta, cambió para mal. Para las celebraciones de Todos los Santos, fumó por siete días y, mientras estuvo todo faltoso y energúmeno, lo picó una tarántula en el talón. Esa fue la razón —escribió Urraca en sus testamentos— por la que Andrónico se quedó en un corrupto estado del espíritu.

A los días, Andrónico comenzó a joderme. Usurpó mi puesto de actor y
representó un auto de fe. A la noche siguiente, hizo de la graciosa Calandria en su agonía. Se puso alitas de ángel, corsé y una pollera de seda. Llegó un domingo en que, en el templo, Andrónico conmemoró un sobresaltado sermón ante el monacal silencio de Urraca, quien —condescendiente y ya achacado— lo dejó impartir charlas a los yonquis, a quienes sus parientes empujaban a la capilla con la esperanza de trocarles la existencia. Me acuerdo el arranque de aquel afectado sermón: “Todos ustedes, miserables, están muertos en las delicias y el prepucio de vuestra carne”. Lo recuerdo bien porque yo era el creador de aquellas palabras.

Para convencer a la audiencia de viciosos de que Dios lo sacó del abismo
de la coca y el menjunje, Andrónico resumió su existencia disoluta: cómo a los siete años sopló su primera bolsa de pegamento en las barriadas de El Montón. Cómo se emborrachaba con yonque y coñac de setenta céntimos en lugar de asistir a la transición. Cómo jalaba basucos que los recicladores le ofrecían a cambio de corneteadas y sexo anal. Cómo pululaba por los tiraderos buscando rancho junto a perros y ratas. Célebre se hizo Andrónico, contando cómo perdía la noción del tiempo. Diciendo que no distinguía lo primero de lo segundo ni lo tercero. Que no rememoraba nombres, y menos las cojudeces que profería intoxicado. “Los pastrulos no tenemos memoria”, decía. “Esa es nuestra bendición.”

Pero lo que no contó Andrónico a su audiencia de fumones recién llegados, imberbes chiquillos, era que, después de las charlas contra el basuco, el terokal y el menjunje, se iba contigo, Asdrúbal, trotando a la otra ribera del río Sharón, allá por el barrio gitano, y se tomaba un pomo de aguardiente donde tenía macerada una víbora, una tarántula y un alacrán, y se fumaba la pasta que decomisaba en las redadas en la invasión. A escondidas, jalaba hasta quedar con la cara derretida viendo espejismos.

Una noche, mientras tomábamos menjunje con pasas junto a la acequia, me contó que, en una de sus pastruladas, la contempló a Calandria de cuerpo presente. Vio que unas culebras se le treparon a ella a chuparle la leche de las tetas, y a él a sacarle el taco de lechada de su floja pichula.

Andrónico tampoco se atrevió a contar en público acerca de su papel en la muerte de Urraca. Resultaba que, a Urraca, un borrico perturbado le mascó el miembro con todo y criadillas, y se las dejó como talega, hechas mazacote. Urraca interpretó aquel incidente como un castigo de Dios por haberse solazado con la shipiba Visitación Cairuna. Por eso, Urraca meaba por una sonda, erguido, apuntado a una bacinica, soltando unos gemidos quedos. Luego se dirigía al fondo de las chabolas a verter su orina en un porongo de barro. Urraca usaba su pichi, mezclada con rocoto y kukucho, para sancionar a los desobedientes. ¿Te acuerdas, Asdrúbal, qué asquerosa era esa mierda? Sabía a berrinche.

Cierta noche, lo escarmentaría a Andrónico porque, sin su venia, el puta sacó a los terrales de la invasión la momia de la tercera Calandria. Y fue una cagada, perro: los fumones la terminaron destrozando, ultrajando. Urraca, irritado, empujó a Andrónico hacia donde los porongos. Y fue allí, sin que nadie se percatara, que, con un pedernal puntiagudo, Andrónico le perforó el cráneo a Urraca. Luego dijo que aquella fue una pedrada de un desconocido pastelero que andaba pasadazo por la invasión, destrozando cosas a mansalva. Y todo eso, Asdrúbal, no lo vi con estos ojos corporales. Lo vi en un vivo ensueño con los ojos de la Calandria.

Cuarto sueño

Soñé raro, perro: que nacimos en el Valle Sharón pegados por la panza y que, ¡trapachaz!, el traidor Andrónico nos separó de un machetazo. Soñé que nos desangrábamos en el arenal, que los gallinazos nos circundaban ávidos. Pero Calandria, piadosa, se levantó y nos sanó con sus tersas manos. Nos volvió a pegar, esta vez por la cabeza. Tú eras hembra, perro, y yo, varón. ¿O tal vez era al revés? Apenas recuerdo.

¿Pesadilla o delirio, Asdrúbal? ¿Deslumbramiento o fantasma? Borrosa
quimera. Yo qué sé.

Otra noche, vi en mis sueños la vida de Calandria. Presencié cómo a su
madre, la shipiba Visitación Cairuna, la secuestraron unos traficantes. Vi cómo la drogaron, la prostituyeron, le sacaron el jugo los cafichos. También que la terminaron expulsando del burdel por tener la chucha requemada con granos y pústulas, la apestosa epidemia de gonorrea. La contagió un sargento que nunca usaba condones de pellejo, un morropeño con fama de cachaburras.

Vagando por el arenal, un ropavejero la encontró a Visitación Cairuna y la trasladó a un nosocomio de tebecianos. El hombre aquel pagó con la suya la convalecencia, con un dinero producto de delitos perpetrados con un verduguillo, pero, cuando sanó la shipiba, afloraron las reales intenciones del hombre aquel. Le puso un bozal y la encadenó al catre de resortes.

Su primer hijo nació muerto, en medio de una copiosa hemorragia. La
sangre le chisgueteaba por las piernas a la shipiba. Al feto, un bulto sanguinolento como cuajo, lo arrojaron a la acequia. El segundo hijo nació con ojos de sapo, con garras y sin coronilla. El ropavejero lo estranguló con su propio cordón umbilical. Murió muy cristianamente, según escribió Urraca en sus prolijas crónicas.

Al año siguiente, meses después de que yo matara al ropavejero con un
puñal por pegalón concha de su madre, la shipiba dio a luz a Calandria. Dicen que nació cubierta de pétalos y coloridas plumas. Tentador era su perfume, armonioso su llanto, avispada su sonrisa. El único problema eran sus deformidades, su desproporción. Aquella noche, el pastor Urraca se embadurnó la boca con la placenta y la comulgó con vino de misa.

—Nació con las llagas de Dios —dijo Urraca durante el acto bautismal y
le manchó la frente a Calandria con sangre de gallina—. Pero esas llagas sagradas, perros —nos dijo—, tienen que verlas con ojos iluminados, inocentes, no de chacales.

Sin embargo, Andrónico habló de una maldición nacida con Calandria. Y ciertos pobladores agoreros se la creyeron más cuando, en carnavales, una rata le asestó una artera mascada a Visitación Cairuna en el cachete y la contagió de rabia. La mujer anduvo perturbada, arrebatada, acometía a mordidas a los parroquianos del cachadero del barrio gitano. Al final, se quedó muerta en cuatro patas, tiesa como la estatua de la loba preñada que Urraca mandó colocar en el templo.

Escucha, Asdrúbal: para ese tiempo, ya vivíamos metidos en un cajón de tablones y esteras en el galpón del templo. ¿Te acuerdas? La mirábamos a Calandria desnuda por la rendija mientras nos metíamos basuco, menjunje, harta porquería. Yo me saciaba, contaminado. Tú, cantabas entre sollozos, quebrado, jorobado. Sí, pues, fue Andrónico el que me contagió ese horrible vicio. Me puso su machete en la coronilla y me dijo fuma, perro de mierda, fuma. Y después yo te pegué a ti la quemada, por medio de las tripas. Por la sangre podrida.

¡Maldito Andrónico! Advirtió mi melancolía, mi tendencia a la soledad,
mi sensibilidad para las canciones tristes, los huaynos y valses. Me agarró al sentimiento el pendejo. Imagínate que, así fumadazo, asistí al velorio de Visitación Cairuna. Allí la vi llorar a Calandria. Cavar con pico y lampa, luego con sus propias manos remover la tierra. Sepultarla a su viejita en una ceremonia celebrada por Andrónico. Porque, para ese día, perro, Urraca ya llevaba buen tiempo fondeado en una fosa.

Andrónico la llamaba entenada y se metió a la casucha de Calandria sin
anunciar. El conchudo trajo sus cachivaches en unos morrales, sus menjunjes en damajuanas. Sus cochinas sabandijas, el condenado pastel. En las noches, yo notaba la vela encendida, la fumarola de pasta saliendo por la ventana de la covacha. Era evidente que a Calandria le molestaba el basuco. Se corría para nuestro petate, se abrigaba con tu pelaje, Asdrúbal, con mi cuerpo.

¿Recuerdas? Pero Andrónico la cogía por la fuerza. Boca a boca, le pasaba el humo de la pasta para que no se resistiera a su lujuria. Tampoco a la nuestra. ¿Recuerdas, perro? Que Calandria no vomitó cuando le dimos pasta: se quedó paralizada, sin gesto, con las vistas enardecidas. Luego, sin que nadie se lo pidiese, recitó sus memorias que yo comencé a transcribir en un cuadernillo. Y, tú, Asdrúbal, con devoción perruna, le lambiste los ojos cuando se tumbó a reposar. Te le acurrucaste en los pechos. Le abrigaste la tembladera, el frío que la erizaba. Amparaste su congoja. Metiste tu hocico entre sus piernas, sorbiste su sangre. A mi mente viene una imagen de esa noche: que su cuerpo de arcilla se desmoronaba en grumos. Yo apenas la distinguía a Calandria, Asdrúbal, apenas. Creo que ya estaba ciego y por eso la miraba a través de tus caninos ojos.

Quinto sueño

Después de que Andrónico enterró a Urraca en el silo, lanzando él mismo con la lampa las piedras y el desmonte, me encomendó evacuar la vivienda del pastor.

—Carboniza sus pertenencias en una pira —me dijo—. Sus ropones, sus
breviarios, sus latines, su pulgoso camastro, sus yanquis y su peluda manta de gran cabrón. También sus retratos. Esos adefesios donde pintó su rostro encima del de Cristo.

—¿Y los cuadros con Calandria?

—Rómpelos. Tan solo conserva las estampas de ella.

—¿Y qué le diremos a los fieles?

—Que la vivienda de Urraca estaba infestada de roña. Que por eso la
incendiamos.

En secreto me guardé algunos cuadernos de Urraca. Otros, los rescaté del fuego y los encaleté en nuestro cubículo. Luego, Andrónico me ordenó que te macheteara, Asdrúbal, que te separara de mi cuerpo, que hiciera una patasca con tu cabeza para dársela a los menesterosos, a los del barrio gitano, sitio donde Andrónico estaba haciendo plata con el comercio de la pasta. Si no me hubieras hablado, perro mío, te habría decapitado y ya estarías en quién sabe qué panza, qué buche. Tu cabeza sería amuleto de brujo. Tu carne, chalona. Tus huesos, caldo con tallarines. Tu pellejo, tambor.

Te salvaste cuando pronunciaste con voz aguardentosa el nombre de
Calandria. Me relataste sus profecías, me dijiste que el propósito de Andrónico era borrarnos los recuerdos, tenernos enganchados al vicio, hacernos olvidar de que alguna vez pataleamos en el mismo vientre. Entonces, supe que perturbado no estaba el pastor Urraca. Que esas supuestas invenciones de fumones de que, en los inicios del Valle Sharón, charlaba contigo mientras redactaba sus cuadernos eran verídicas. Dime, Asdrúbal: ¿solo me hablaste para salvarte? ¿Para que no te extirpara de mi cuerpo como un vulgar quiste, como un tumor?

¿Por qué ahora me llamas Urraca, perro mío? ¿Por qué Calandria? ¡Peor!: ¿por qué me dices Andrónico? ¿Compararme con ese pumacahua felón? ¿Estás fumado acaso? Desvarías, cuadrúpedo. ¿Cómo vas a decir que tu puntiagudo hocico emerge de mi boca? Mejor ya no te daré más pasta, perro. Ya no más.

Sexto sueño

En el sepelio de Calandria, aullé como hiena hasta que el pecho se me llenó de un amargo lodo. Colocaron el cajón de tablones reciclados sobre la mesa del comedor popular. Detrás, una cruz fabricada de palos, soguillas y ramas. Al costado, tú, Asdrúbal, yacías allí enroscado con tu rabo de látigo. Y yo, a tu lado, sintiendo tus cenizas pezuñas. Tus quemados sueños.

Andrónico —vestido con las túnicas de Urraca e imitándolo sin gracia—
celebró la misa de cuerpo presente. Habló sobre nuestra desgraciada condición de mortales y citó a Blas Pascal señalando que “es más fácil soportar la muerte sin pensar en ella”. Colocó un capullo de rosa en la garganta de Calandria, esparció plumas de pajarito sobre su cadáver. Lo ensalivó.

Alguien abrió una botella de menjunje y, a la hora, Andrónico ya hablaba pichuladas. Evocó a la madre de Calandria —la shipiba Visitación Cairuna, su vivo retrato— y contó que se la había sopeado a la india esa y que su chorreada sabía a maracuyá. Luego, bailó música de violín y arpa. Zapateó. Imitó el vuelo del wamancha. Antes de enterrar el pico en la tierra de tan choborra que estaba, habló de la inminente llegada de una plaga de pulgas y ladillas. Y te señaló con el dedo acusador, Asdrúbal, diciendo que tú eras el pastor Urraca metido en un cuerpo de perro. Te imprecó.

Recubrimos el cuerpo de Calandria con vino, mirra y resinas aromáticas. Al anochecer, los pobladores del Valle Sharón lo trasladamos en una carreta al enterradero. Antorchas guiaban la procesión. Voces de mujeres y amujereados
pedían por el alma de ella. Yo decía, recordando unas palabras de Calandria: “Tierno es el canto de la memoria, un estertor fogoso”. Arrastraba las patas detrás de la difunta, jalaba basuco, succionaba como enardecido, ya contaba esta historia perenne. Y, tú, Asdrúbal, también estabas intoxicado, con la mirada borrada, tu tembladera, tu furor y tu sed.

Los sepultureros hicieron descender el cajón con sogas. Lanzamos al hoyo lirios, flores, aguardiente, hojas de coca y chicha fermentada. Tapiada ya la tumba, retornamos al cubículo, nuestro pequeño claustro. Las dos panzas latiendo, transpirando una sobre otra con los pezones parados. Y, cuando al amanecer, se apareció la sombra de Calandria revivida, ya éramos un solo cuerpo, perro. El engendro que somos.

Siete años más tarde, quisimos desenterrarla con el hocico y las pezuñas. Pero la tierra estaba densa como hormigón. Y yo me pregunté ¿por qué volver al sepulcro de Calandria? ¿Un perro carachoso como yo acaso conocería el significado de la muerte? ¿Sería verdad lo que decía Urraca, que la mancada nunca llega, porque al momento de fenecer nos transformamos en otro? El mismo Urraca afirmaba haber sido, entre otras cosas, culebra, soldado realista, comunista, sacristán luterano y matón de picana.

Asdrúbal, yo llegué a oír algunos susurros de la tercera Calandria, la negra. “Contemplo un rostro hostil”, dijo ella sudando. “Es Andrónico,
Urraca, también tú, tramoyista. También, tú, perro Asdrúbal”. Y luego dijo: “Tramoyista, veo espinas encarnadas en tu frente. ¿Serás tú el resucitado, mi fornicador? ¿O un pestífero demonio, farsante? ¿Qué es ese miembro ensangrentado, ungido de excremento? Degenerado, invertido, podrido. Te lo advierto, no te veo con los ojos mundanos, perecederos, sino con los ojos del espíritu”.

Séptimo sueño

A los siete años, arribó al Valle Sharón una compañía de teatro ambulante, dizque socialista, a poner en escena una obra titulada Calandria, que — aseguraban los actores— contaría la historia de la Calandria original, la primera.

Asdrúbal y yo asistimos al espectáculo. Nos sentamos al fondo de la
tribuna de tablas que levantaron en el campo de fútbol y nos tragamos la obra entera. ¡Y qué cojudez!, ¿no, perro? Dijeron falsedades. Calumnias. Patrañas. Una historia inventada, trastocada por comunistas adefesieros.

Salieron con que la Calandria original nació en una ranchería de Lurín.
¡Puros embelecos, Asdrúbal! Tú y yo lo sabemos, porque vimos, que Calandria emergió de un forado que atravesaba el cuerpo de su madre. Contaron también que Calandria fue una combatiente que luchó contra los invasores chilenos hacía más de un siglo. Que peleó junto al mariscal Cáceres con uniforme de sargento. Que mató a decenas de enemigos, rotos malditos. Con eso quisieron negar su vida devota, su voluntario enclaustramiento, su renuncia a la vida terrenal.

También aseguraron los rojos esos que Calandria no podía volar, que no hablaba con los difuntos, que nunca pronunció sus siete profecías, sus ensueños que ahora recito en los arenales, mercados y plazas. Que eran mentiras de supersticiosos, purito floro, barato chamullo. Inventaron que Calandria se casó con un cachaco arequipeño y que engendró hijos, pero que se le murieron de viruela. Afirmaron que no dejó descendencia, que su sangre se diluyó.

Los actores aquellos, que fundaron en el arenal el asentamiento humano República Democrática Alemana, contradijeron que Calandria se mantuviera milagrosamente virgen hasta el día de su muerte, a pesar de haber sido la mujer de nosotros en el Valle Sharón en esos siete años, de nosotros, los pastrulos, nefandos pecadores. Falsificaron esa esencia de ella, esa memoria nuestra. Negaron la magia.

Acuérdate, Asdrúbal, Calandria nos dio sosiego. Nos proporcionó
caricias, arrumacos, su tibia chorreada. Nos cobijó a los solitarios, a los tarados, a los que somos más feos que el hambre y que ninguna chola apretada de la invasión aceptaba. Generosa fue la Calandria. Castigadora también.

En su versión de la historia, los actores mariateguistas no mencionaron ni la traición de Andrónico, ni la vida santa del pastor Urraca, ni mi confusa existencia. Menos a ti, fiel perro Asdrúbal, mi guía por este río de la muerte. ¿Recuerdas que nos echaron a palos de la función cuando protestamos? Que rompieron nuestros atuendos de piel de chivato. Que nos dijeron fuera de acá, par de drogadictos.

Eso que decían los rojos era mentira, perro, porque Urraca, que sí existió—todavía su calavera se la encuentra en el arenal hablando—, escribió en sus cuadernos la historia de Calandria, de sus transformaciones, su genealogía, su pasión. También habló de la felonía de Andrónico y de mi caída en desgracia, de mi cobardía y silencio.

En las páginas sobrantes de esos cuadernos cosidos en cuero de toro, yo
sigo escribiendo: “Después del entierro de la sétima Calandria, en el Valle Sharón, nos amotinamos, agarramos alfanjes, verduguillos, antorchas. Fuimos muchos, los sanos, los podridos, los huérfanos, y apedreamos al conspirador Andrónico. Yo lo capé con la hoz. Lo sodomizamos con un pico por tremendo hijo de la gramputa que era y lo quemamos con carbón y kerosene. Luego trasladamos sus restos en una carretilla de albañil y los depositamos en la cloaca”.

Y eso no fue exceso ni saña, perro. Seguimos al pie de la letra lo que
leímos en los manuscritos de Urraca, cuyas profecías una a una se vienen cumpliendo. Esas visiones son mi anhelo, hermanito, pues avizoran mi sanación, mi ansiada paz, mi providencial porvenir: librarme del basuco y el menjunje, rememorar los siete años olvidados en feroz borrachera. Pero, sobre todo, Asdrúbal, sombra mía, se viene plasmando el destino de Calandria: fertilizar la eriaza tierra del Valle Sharón. La regeneración de su cuerpo.

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